martes, febrero 18
El violín de Máximo
Rodrigo Núñez C.
Vamos a ver a Máximo Damián, me dijo Lucy aquella noche de fiestas patrias, me he citado con él en El Agustino. Atravesamos toda la ciudad en el taunus verde de mi amiga y perdimos la brújula llegando al hospital de Bravo Chico. Era una noche cerrada y mortecina. Las calles polvorientas no llevaban a ninguna parte, los pocos postes apenas si alumbraban. Se me volteó el burro, exclamó Lucy ente risas y nervios. ¿Y ahora qué hacemos? La verdad es que no sé dónde estamos, repliqué. Yo tampoco. Pero felizmente mi amiga tenía un fino oído. Sacó media cabeza por la ventana justo cuando la garúa era sacudida por el rumor lejano de un violín.
Por allá, dijo Lucy señalando con el dedo el infinito, y comenzamos a seguir las vibraciones de las cuerdas hasta dar finalmente con el centro social Andamarca donde una fiesta se extinguía. ¿Y Máximo? Máximo estaba exultante en una esquina tocando como un alucinado. La gente no se terminaba de ir para escucharlo. Al vernos interrumpió el huayno y guardó el instrumento en su estuche negro. Vamos pues a seguir tocando, nos dijo con su divina humildad y se subió al carro. En el camino comenzó a interpretar El carnaval de Tambobamba. Esta canción cómo le gustaba al señor José María, sentenció. Volvió a empuñar el violín y lo apoyó entre el cuello y el mentón.
Al rato Máximo interrumpió la canción. Yo comencé a tocar bien chiquillo, así viendo nomás he aprendido de mi papá. Me sentaba a su lado en las fiestas y veía cómo colocaba el arco y pulseaba las cuerdas con los dedos. Pero no me lo emprestaba. El violín solo sirve para borracherías, me decía. Pucha, que la tentación era grande. A veces me lo robaba y me iba por los campos en lugar de ir a la escuela. Yo tocaba nomás, escuchaba las cascadas, las voces de los pajaritos, los riachuelos cuando bajan entre piedras, los moscardones, del viento su sonido cuando va a venir la lluvia o el granizo. Tocaba de oído y de ver. Otras veces me escondía en el corral de los chanchos y ellos se ponían contentos con mi música. Un día mi papá se enfermó para la celebración de San Isidro Labrador. No hay fiesta entonces en San Diego de Ishua, dijeron todos apenados en el pueblo. Yo voy, papá. Que vas a ir si no sabes tocar. Fui corriendo y saqué su violín que colgaba en la pared. En su cuarto toqué y mi padre se puso a llorar. Vas a ir a tocar pero me traerás el dinero, me dijo. Desde ese día me llamaban para ir a todos los pueblos. Hasta Chipao he llegado. Nadie creía que un chico de apenas doce años dominara el violín. Tocando y tocando me amanecía.
El ruido de los cláxones de los carros se confundía con los agudos del violín en una sinfonía atronadora, perfecta, un contrapunto de cordillera y motor, como si el arco atravesará el metal y se fundiera en un solo acorde con la puna. Máximo Damián siguió arremetiendo el arco de crines contra las cuerdas de tripa. En la puerta de mi casa nos esperaban Mirella y un grupo de otros amigos. ¿Y dónde es la juerga, preguntaron? Yo iba a ofrecer mi casa pero Mirella me ganó por puesta de mano. Vamos al restaurante de mi vieja, invitó. Allí podemos seguirla. Nos subimos todos al viejo taunus y llegamos justo cuando la mamá y el mozo cerraban La Pinta. Esperamos que las sombras se esfumaran y Mirella abrió subrepticiamente los candados. Luego, empujó la portezuela metálica y prendió la llave de luces. Música maestro, pidió Lucy. Máximo comenzó a tocar pero el sonido quedó suspendido. ¿Todo es gratis nomás, señorita Mirella? preguntó con picardía al ver el bar tapizado de finos licores. Claro, Máximo. Sírvete lo que quieras. Máximo miraba con deleite la estantería detrás de la barra. Tomó un vaso y se sirvió un whiski en las rocas.
Toda la maquinaria del restaurante se echó a andar. Los pollos se revolvían en los hornos circulares, la cerveza salía helada y espumosa de los barriles, y las freidoras crepitaban con la humedad de las papas. Máximo, tócate música de los danzantes de tijeras, pidió Lucy que estaba haciendo su tesis de antropología. Pero de noche solamente se puede tocar en tono menor, advirtió el violinista. Es costumbre esa. Cuéntame Máximo ¿Qué te decía Arguedas de la danza de tijeras, del atipanacuy? Originalmente era baile de pastores, que le dedicaban ofrenda a los cerros wamanis para hacer crecer sus rebaños. Tusuq layqa llamaban a los bailarines principales que se comunicaban con los espíritus de la montaña, con los apus y las huacas. Señor Arguedas había investigado. Pero cuando llegaron los españoles dijeron que esa música era propia de diablos, de supaypawawan. Desde entonces los llamaban a los bailarines supay huasipi tusuk: el danzante en la casa del diablo. Espérame, Máximo. Lucy hizo el ademán de sacar algo de su cartera y prendió su grabadora. Sigue hablando, por favor.
El señor Arguedas me ha contado también que antiguamente no se usaba arpa ni violín sino pinkuyllo, tinya, raurara que es como trompeta, y la saqsaqa que es una sonaja de calabaza. También se utilizaba el kawka, que parecía violín pero tenía una sola cuerda. Dicen que los músicos del Ande se encantaron cuando vieron los violines y arpas de los españoles. Más notas y melodías se podía sacar. A su propia música le añadieron leves ritmos de contradanza, de minuet y de jota. Incluso Arguedas me hizo oír discos. Algo de parecido tienen.
2.-La sonada de las tijeras
Un día se me escaparon los ganados por tocar el violín y se comieron toda la chacra de mis vecinos. Denuncia me han puesto entonces, y mi mamá molesta andaba. Por tu culpa nos van a meter a la cárcel, me decía. Escápate mejor Máximo, me pidió mi papá. Ándate con tu tío a Lima. Dos días caminamos hasta Puquio y de allí fuimos en camión hasta Nazca. Era verano. Calor hacía y yo con pantalón de lana y poncho, sudando, sudando he visto el mar por primera vez.
Al principio no me gustaba la capital. Extrañaba a mis hermanos, a mi mamá, a mis animalitos, la choza de piedra que me hice para cuidar mi ganado y tocar el violín. Más triste me puse cuando mi tío me dejó en una casa desconocida y se fue. Cómo he llorado, con pena andaba. Felizmente buena gente me tocó mi patrón. Habla, me decía, me gusta cómo hablas tu quechua. No sabía casi castellano. Su mujer sí que era bien bruja. Me rezondraba con rabia porque decía que todo lo hacía mal. Lavaba la ropa en el wáter, hacía pichi en la ducha. Que culpa voy a tener si no había visto nunca baño.
Poco a poco conocí otros paisanos. Con ellos salíamos los domingos, a pasear y conocer. Un día caminando por la plaza Bolognesi vi que vendían un violín. Me quedé mirándolo rato largo. A la semana siguiente me empresté plata para comprarlo y así jugando nomas he sorprendido a mis paisanos. Tocas regular me dijeron ellos. Deberías ir al coliseo nacional de El Porvenir, allí en avenida 28 de julio. Practiqué toda la semana hasta tarde. Qué músicas tan raras, dijo mi patrona. Tú que vas a saber cómo se toca el violín en mi tierra. El domingo siguiente me fui al Coliseo, me puse en la cola de los artistas y esperé. Así nervioso me presenté pero me ha recibido bien la gente.
Cuando terminé se me acercó un señor y me pidió mi dirección. Al día siguiente, lunes era, se apareció otro señor en la entrada del corralón donde yo vivía. Los chiquillos fueron a llamarme a mi puerta: Te busca un señor blancón y con bigote. Quién será pues, dije, cuando salí a la calle. El señor me saludó en quechua. ¿Iman sutiyki, papay? le pregunté. Me llamo José María Arguedas, y me dedico a la antropología y a escribir libros. Ven conmigo, trae tu violín. Vamos que te voy a hacer presentación en público. Ese mismo día me llevo a un mercado artesanal en el centro de Lima. Desde allí siempre me buscaba para ir a fiestas costumbristas. Así pasando el tiempo un día me dijo: Desde hoy vamos a ser amigos. De acuerdo, dije, somos como familia. Por eso buenos amigos hemos sido, bien nos hemos querido. Hasta he llevado a mi papá y mi mamá a su casa cuando me invitaba a almorzar.
3.- Patara o pasta.
Mirella no terminaba de atendernos. Salían más pollos a la brasa y los vasos se llenaban prontamente. Máximo comía y tomaba y luego regresaba a su violín. Por momentos parecía pensar y recordar. Un día el señor José María me dijo: “Acompáñame, Máximo. Tú debes saber del atipanakuy, de los danzantes de tijeras, de los tusuq laykas, de los supay huasipi tusuk. Tú debes conocer a ellos y los sitios donde todavía se conserva esa danza”. Algunos conozco pues. De niño he acompañado a varios danzantes de tijera. Ellos bailaban a escondidas cerca a la laguna de Sapancocha.
Fuimos entonces para el Yacu Raymi, para la fiesta del agua en Puquio. Como quince días estuvimos por allá. En el ómnibus cuando íbamos el doctor Arguedas así con tristeza miraba por la ventana. ¿Por qué tan contrariado estás? le pregunté cuando llegamos al hotel de Puquio. “Te cuento en secreto, Máximo. Me he enamorado de una maestra”. ¿Y tu señora? “No sabe nada pero voy a tener que decirle. Pobre Celia, después de lo buena que ha sido y de todo lo que me ha ayudado. Desde hace un año invento visitas de campo y me quedo semanas enteras en el Valle del Mantaro. Vilma Ponce se llama, vive cerca de Concepción”. ¿Y la quieres? “No sé bien, pero me siento bien con ella. He vuelto a ser joven y con fuerzas y mi enfermedad nerviosa ha desaparecido. Estoy terminando una nueva novela que había abandonado hace tiempo y ya no sufro insomnio”. Luego sorprendido me he quedado. “Creo que voy a ser papá”, anunció de repente. En la cantina de Puquio hemos celebrado. Por su hijo y por su novela Los ríos profundos que estaba terminando.
En Puquio nos encontramos con los preparativos del Sequía Tusuy, que en verdad es Acequia Tusuy, me explicó Señor Arguedas. Así llaman en ese pueblo a la fiesta del agua, al Yacu Raymi. En esos momentos los danzantes y músicos visitaban las casas de los cargontes o mayordomos y luego se reunían en las esquinas en pequeñas competencias de destreza que llaman atipanakuy. Las calles ya estaban llenas de comparsas. Los llamichus que visten con piel de llama alegraban a la multitud con burlas y chistes y cuidaban la fiesta para evitar desmanes. Los nakaj o negritos, símbolo de los españoles eran objeto de abucheos y de insultos.
Arguedas conversaba en quechua con la gente, como si uno más fuera. Sencillo era. Con modestia iba preguntando quién era el hombre más sabio de todos los ayllus de Puquio. Don Mateo Garriazo, le dijo un cargonte. Vamos a buscarlo, me pidió Arguedas. Con él se hizo invitar a la bendición de la acequia principal, y a la peregrinación de los aukis o ancianos al nevado Pedro Orqo, el dios protector de los ayllus de Puquio.
Con los aukis fuimos a traer el agua nueva y hacer el pagapu al Pedro Orqo. Allí hemos dormido en la cumbre abrazados a una gran piedra y solo envueltos con nuestros ponchos. Aquella vez sacrificaron una llama y regaron los campos con su sangre y la arrojaron a los puquios y canales. En su descenso los aukis limpiaron los acueductos e hicieron rituales secretos. Señor José María iba cantando y tomando con don Mateo Garriazo, conversando, de igual a igual.
En el hotel de Puquio señor José Maria me ha pedido que lo ayude a cargar una maleta. Pucha que pesaba, y la hemos trasladado hasta el barrio de Chaupi. Luego sacó de la maleta un máquina rara. Es una grabadora de cinta, aseguró. Magia parecía la voz que se metía en ese aparato y luego salía igualita. Le haré una entrevista en quechua a don Mateo Garriazo.
Diosninchikqa separawmi, dice Mateo Garriazo. Nuestro dios (el católico) es separado. El es el primer Dios, está por encima de todos los demás. Don Mateo se quita el sombrero cada vez que pronuncia su nombre. ¿Y el wamani, el cerro es dios? Los wamanis fueron creados por Inkarri, que es nuestro segundo dios. ¿El inkarri vive aún? A él lo han enterrado en el Cusco, dicen. Desde la cabeza está creciendo hacia adentro: dicen que está creciendo hacia los pies. ¿Entonces volverá Inkarri? Sí, cuando se complete su cuerpo. No ha regresado hasta ahora. Ha de volver seguro si Dios da su consentimiento. Pero no sabemos si él ha de convenir en que vuelva.
No nos hemos podido quedar para el atipanakuy de Puquio porque en Andamarca me han contratado como violinista y como fiestas son casi al mismo tiempo hemos partido rápido. Difícil fue transportarnos. Solo conseguimos pasaje en el techo de un camioncito llamado Picaflor Andino, todavía me acuerdo. Atrás dejamos Puquio y la laguna de Yaurihuiri. Allí en el techo del camión señor José María picchaba hoja de coca y andaba pensativo. La brisa de la tarde congelaba. ¿En qué piensas, amigo? En todo lo que nos ha contado don Mateo Garriazo. Es un mito bien importante ese de Inkarrí, aseguró. Hace pocos meses la expedición que fue a la comunidad de Q’ero en Cusco, recogió este mismo relato. Pero este de Puquio está menos contaminado por la mitología inca. Además Puquio y Cusco se encuentran a más de quinientos kilómetros de distancia, por lo que podemos afirmar que la creencia en Inkarrí estuvo muy extendida en todo el mundo quechua.
Inkarrí ha de volver, se repetía. Iba pescando ideas con el viento. Todo el viaje apuntaba en una libretita para no olvidarse. Yo he tocado todo el tiempo mi violín mirando a lo lejos el volcán Qarhuarazo y he recordado viejas melodías. Bien borracho acabé. Despierta Máximo, ya estamos entrando al valle del Sondondo. La gente natural iba a la fiesta del Yarja Aspiy por el camino de acémilas. Justo llegamos al Torre bajay de Andamarca. Allí me puse a tocar. Los danzantes se lanzaban de cuerdas desde la torre de la iglesia, hasta un enorme eucalipto y hacían equilibrismo. Pero nunca nadie se ha caído. Saben su oficio.
El pueblo quechua tiene energía que brota de su arte, de su música, de su poesía. No debemos perder eso. Las notas de tu violín son el llamado de los wamanis para restituir a Inkarrí en su trono. Por eso Inkarrí volverá, me fue comentando mientras caminábamos por las quebradas hacia Cabana Sur. Ningún carro cruzaba por allí ni había carretera. Luego hemos llegado a Aucará con los pies heridos. Allí en esa casa nació Guamán Poma Ayala, me señaló doctor Arguedas. ¿Y quién es ese señor? le pregunté yo bien ingenuo. Él fue el primer escritor y dibujante indio de principios de la colonia. Después en su casa de Lima me ha enseñado un libro lleno de dibujos que es como una carta al rey de España contando el sufrimiento de los indios. Todo eso me ha explicado. Allí me enseñó el dibujo de un danzante, como si fuera diablo. Desde entonces los danzaq solo han bailado en secreto.
Luego hemos subido hasta mi pueblo de San Diego de Ishua donde mi papá y mi mamá se han sorprendido. Qué haces acá con el señor José María, me han dicho. Acá no hay lujo, ni camas buenas, ni ricos platos. Solo hay hospitalidad, le dijo mi madre en quechua cuando le servía un tinke, una humeante sopa de papa y queso.
Una noche antes de regresar a Puquio le dije a señor Arguedas: vamos a Sapancocha, a hacer bendecir mi violín en la laguna. Hasta allí llegamos. Lo dejé durmiendo toda una noche en sus orillas para que el espíritu de las aguas le hiciera los sonidos más cristalinos.
4.- Cascabel
Como no me gustaba trabajar de doméstico me he cambiado y he entrado a una empresa textil pero no me pagaban bien. Llevando telas estaba todo el día, me dolía la espalda de tanto cargar rollos. Ya no tenía fuerzas para tocar el violín cuando llegaba a mi cuarto en la noche. También he renunciado. De un trabajo a otro he ido saltando. Incluso señor José María me ha llevado un día a la radio, casi de madrugada. Tocaba, me conocían, pero también poca paga daban. A veces el señor Arguedas me metía plata al bolsillo. Seguro yo tenía cara de hambre…
Un día he ido a buscarlo al Museo de la Cultura, que quedaba por Alfonso Ugarte. Sí, ese que parece huaca grande pero es de cemento. Nada más llegar me ha dicho para tomar unas cervezas. Allí me contó que le habían llegado cartas anónimas a su casa. Sacó un papel de su bolsillo y me enseñó. “Ese hijo no es tuyo señor”, leyó en un papel. “La Vilma Ponce tiene otro marido”. Arguedas tomó el vaso de cerveza que le ofrecí y le corrieron llantos. Tomando y tomando hemos terminado en una cantina de por la Parada. El cantaba y gemía con su guitarra y yo con violín y lágrimas he acompañado. No sabía que decirle. De quien será el hijo, pues….
Era tarde, vamos a burdel me ha dicho, yo conozco. Así borracho me ha llevado a una casa de putas por el jirón San Pablo, donde ha escogido una morena y se ha encerrado a dormir con ella. Yo de sueño andaba y me he ido. Me he quedado con preocupación. Al día siguiente lo llame por teléfono público. Estaba más tranquilo. Vente a almorzar al museo, me dijo. Te quiero presentar al doctor Josafat Roel. Así que fui. Con él me ha llevado a comer a la Buenamuerte por los Barrios Altos. “Como sabrás Máximo, mi amigo Josafat descubrió en el Cusco la primera versión del mito de Inkarri. Él fue el que entrevistó al informante de Q’ero. Pero Oscar Núñez del Prado que era el jefe de la expedición se ha apropiado de su descubrimiento. Eso no importa, dijo con humildad el doctor Roel. Yo me contento con que el mito no se pierda. Todos conocen cómo es Oscar Núñez del Prado, adujo el doctor Arguedas. “Es hablador y jactancioso. El quiere figuración nada más, y ya sabemos quién lo auspició: el diario La Prensa que solo quiere vender más presumiendo de un falso nacionalismo. Por eso el doctor Rowe quitó a última hora el auspicio de la universidad de Berkeley”. Aprovechador había sido el tal Núñez del Prado.
Después de almorzar volvimos al museo y el señor José María le hizo escuchar la grabación. Sí, es el mismo mito, dijo Roel sorprendido. “Inkarrí regresará y juntará su cabeza con sus pies”. A los pocos meses doctor Arguedas y Roel volvieron a Puquio y obtuvieron otras dos versiones del mito de Inkarrí.
Cuando me despedía le pregunté cómo iba del corazón: “Tengo que olvidar a la Vilma. Muy ingenuo he sido. Felizmente tengo a mi señora Celia Bustamante que me ama incondicionalmente. No importa que ya no haya sexo. Siempre tendré su amistad y su compañía”…
Mirella lo miraba hechizada. Mañana mismo me consigo un violín y me enseñas, maestro. Difícil es tocar, notas se sacan al tacto. Yo no sé leer pentagrama pero cualquier melodía puedo sacar de oído. Qué vas a tener paciencia para aprender.
Lucy tomó unas tijeras de la cocina y comenzó a imitar el ritmo de los danzaq. La tijera hembra y la tijera macho repiqueteaban con un sonido alternado, una perseguía el compás de la otra. Pero Máximo mostró cierta reprobación frunciendo el seño: Mujeres no bailan, trae mala suerte. No dances Lucy, eso es cosa de hombres nomás. Dicen que los dioses de la montaña se las llevan para hacerlas sus concubinas, y ya no las regresan. Ay Máximo. Esas son supercherías. Lucy agitó su cabeza cubierta por un gorro de cocina a modo de montera y se puso a bailar en un endiablado frenesí. Simulaba con mucha gracia los pasos menudos y fugaces de los danzantes de tijeras, su andar de puntas. Luego se elevó sobre los tobillos verticales y dio un salto, con las rodillas un tanto flexionadas. Al momento Mirella la siguió y comenzó a imitarla. Alguien encendió velas y se apagaron las luces. Del suelo parecía despertar un fuego entre los pies de las danzantes. Todos aplaudimos. Mirella y Lucy se rieron nerviosas. Estaban tentando al destino.
Ya es la hora del wallpa waqay dijo Máximo, la hora en que canta el gallo. Miré el reloj y eran las tres de la mañana. Nuestro violinista se entregó a una desenfrenada sucesión de sutiles golpes de arco que marcaban el ritmo con raras tonalidades. A los trinos se sucedían extraños stacattos.
5.- Caramuza sin sombrero
Tiempo después doctor Arguedas ha sido nombrado director de Casa de la Cultura. Buena política ha hecho y no se le han subido los humos. Igual de sencillo ha seguido. Recibía a los artistas, conversaba con nosotros, nos preguntaba qué necesitábamos. Él nos ha dado carnet a todos los músicos del folklore, previa calificación. El mismo señor Roel y un muchacho antropólogo, Hernando Núñez, nos ha entrevistado. Nos reconoció pues. Por eso todos los músicos lo recordamos con cariño al doctor Arguedas. Otro nivel nos ha puesto. Somos artistas de la nación. Pero igual pobres seguimos. Un día fui y le dije: No sé qué hacer, amigo. Enamorado estoy de una chiquilla de mi barrio que canta lindo huayno. Isabel Asto se llama. Pero sin plata en el bolsillo no hay amor, pues. A la semana me mandó llamar. Cuando fui a su oficina tomó el teléfono y habló con un señor. Tengo aquí al mejor violinista de este país, que necesita un trabajo. Tú sabes, la vida del artista es muy difícil. El señor Seminario me citó al día siguiente. Me ha puesto de conserje primero y después ascensorista en el Banco Hipotecario. Bien agradecido me he quedado.
Por aquella época tayta Arguedas viajaba mucho. A Chile siempre se iba. Allí debe haber señoras hermosas, para que vayas tanto, le dije. Sí, me replicó, “he conocido dos mujeres, pero ahora estoy en un dilema, no sé con cuál quedarme. Una es de plata y alta posición, Beatriz se llama. Ella me atiende, me invita, me trata como un rey, pero siento que me quiere tener como si yo fuera un animalito silvestre para mostrar. Pero hace poco conocí en la casa del poeta Pablo Neruda, que se llama la Chascona, a una linda muchacha. Se llama Sybila y tiene 29 años. Para impresionarla tomé una guitarra y canté El carnaval de Tambobamba. Después de cantar me dijo que yo era triste y patético. La verdad es que me gustaron sus palabras, triste y patético”. Arguedas se rió enseñando todos los dientes. “Desde entonces estamos saliendo. Dice que vendrá pronto a Lima. Te la presentaré, Máximo. Es muy simpática”.
Un día en Brisas del Titicaca hemos ido a ver un espectáculo y trayendo me regaló su última novela: Todas las sangres. Era un libro grande, yo he leído por partes nomás porque aprendí tarde el castellano. Feliz debes andar, le dije cuando me firmó el libro. No, no creas, me contestó. “Ni los escritores, ni los antropólogos me comprenden. Un señor llamado Favre me ha dicho que el Perú ya no es como yo lo muestro. Que lo mío es una idealización de los indios… Todos me critican. No sirvo ni como escritor, ni como antropólogo, ni como marido, ni como nada, me dijo. No me llevo bien con mi nueva señora. Sibila es muy joven. Qué me va a querer. Siento que soy un lastre para ella. Ella podría ser más feliz sin mí, con hombres de su edad”.
Al poco tiempo se tomó pastillas en el Museo de Historia de Magdalena. Pero un guachimán lo encontró desmayado en su oficina y lo llevó al hospital. Señor Arguedas se había olvidado de apagar la luz del baño. Seconal dicen ha tomado, con lo mismo que se mató también Marylin Monroe. “No sirvo ni para suicidarme”, me confesó cuando lo fui a visitar en el hospital del Empleado. “Tengo una angustia en el alma que ya no me deja vivir”…
6.- La Agonía o despedida final
Por el año 68 me escribió desde La Habana. “Estoy aquí invitado por Casa de las Américas, como jurado de un premio, pero no me siento bien. Percibo que los escritores que hay en esta reunión creen que mi literatura es provinciana porque hablo de danzantes de tijeras, y no de intelectuales en París. Ese Cortázar me ha hecho daño. Hace tres meses que ya no escribo. No sé para qué lo hago, la verdad. Quizás necesitaba una ilusión para seguir viviendo y se me han cortado las alas”.
Qué pena que no hay arpa. Arpa y violín se comprenden bien. El arpa da el ritmo y encima se monta el violín. Máximo tomó su instrumento y ceremoniosamente anunció: Este tema lo compuse yo por propio pedido del señor Arguedas. Él siempre me dijo ponle música a mi cuento La agonía de Rasu-Ñiti. Así que yo me hice leer su cuento varias veces y día tras día fui componiendo algo que yo sentía acá en mi pecho imaginando la muerte de un danzaq. Señor Arguedas era un danzante de las ideas. El tenía la luz del conocimiento que venía de los cerros wamanis y a través de él nuestros dioses se expresaban para no dejar morir el quechua, la música, los bailes, la artesanía, los cuentos y leyendas. También mi amigo Arguedas me contó que de niño había visto la muerte de un danzaq y que lo impresionó mucho ver su despedida al más allá. Eso fue en Lucanas cerca de la hacienda Viseca. Pero en su cuento ha cambiado nombres de danzantes, de violinista, de arpista. Seguro el Lurucha de La agonía era don Mariano el arpista. Y el gran Untu dio vida a Rasu-Ñiti, el que pisa la nieve. No quería que se pelearan los músicos de Lucanas por envidias. Voy a tocar ahora la agonía del danzante, la agonía de Rasu-Ñiti:
Una noche yo estaba tocando con doctor Arguedas en su casa de Chosica. Había un patio grande con jardín y allí nos sentamos a conversar mientras la señora Sybila preparaba la comida. En aquella oportunidad mi amigo estaba alegre, contaba chistes, reía, pero de pronto cambió su ánimo: Fuego salía de sus palabras: “Siento que mi vida ha sido en vano”, me dijo cabizbajo. “No puedo concluir mi última novela. Ya sé que no terminaré El zorro de arriba y el zorro de abajo”.
“Creo que Inkarrí no volverá. El derrumbe espiritual de los indios es irremisible, Máximo. La cabeza y los pies nunca más se volverán a reunir. Los jóvenes que van a la ciudad ya no saben nada de Inkarrí. Además, cuando Mateo Garriazo, el informante de Puquio, se quita el sombrero con veneración al pronunciar el nombre del dios católico, ya lo dijo todo. Ese sombrero es muy revelador, Máximo. Inkarrí ha sido derrotado. Es solo una divinidad de segundo orden, un dios decapitado”. No, don José María. El mundo antiguo de los gentiles está vivo en mi violín, en los danzaq, en los huaynos que cantamos… “No Máximo, pura hojarasca nomás es”.
Esa misma noche señor Arguedas me ha dicho: “día jueves voy a ir a tu casa”. Entonces yo mandé hacer sopa de mi pueblo que se llama tinke. No comimos hasta las once de la noche esperando, porque señor Arguedas era bien cumplido. ¿Por qué no vendrá? me preguntaba. Finalmente apagamos la vela y me fui a dormir. En la noche me he soñado. Él entró a mi cuarto con su saco al hombro, se sentó junto a mi cama y me conversó: “Volveré a mi cerro, a los wamanis, volveré a integrarme a la montaña para no sufrir más. Mucho dolor hay en esta vida”.
El violín se crispó con una mortal violencia. Las cuerdas estallaron en una profunda tristeza. Un lamento agudísimo llenó de dolor el restaurante y por un momento creí adivinar que brotaba sangre del violín y esta corría entre el mástil y el puente como un río púrpura.
Mi tía tempranito me dijo, anda a comprar pan para el desayuno, Máximo. Salí a la calle y me detuve en un kiosko. Allí en la primera página del diario Correo decía: José María Arguedas se ha suicidado. Con razón no ha venido. Me he ido al hospital corriendo y le pedí a la señora Sybila para verlo. Entonces ya no conocía, ya no hablaba, su corazón nomás latía.
En la biblioteca de Universidad Agraria hemos velado al doctor Arguedas. Después miles de estudiantes, profesores y artistas músicos cargamos sus restos hasta el cementerio El Ángel. Yo he interpretado con mi violín y han danzado los hermanos Chiara. También charango de Jaime Guardia acompañaba, porque así lo ha pedido el finado en su última carta. Mucha desolación había en el camino. La gente lloraba con Coca quintucha y La agonía de Rasu Ñiti. Esta misma canción que están ustedes escuchando ahorita.
Máximo afinó el violín en temple diablo. Bruscamente surgieron notas graves y ásperas, sonidos sin desbastar que levantaron el viento de la muerte. ¿No escuchas? Ahorita oigo el alma del dios que habita en mi violín desde que lo llevé a dormir a la laguna de Sapancocha. Me he convertido en tusuq layqa, dijo Máximo Damián en el ápice de su borrachera. Ese papel me han dado los wamanis de mi pueblo, de San Diego de Ishua.
Las horas se extendieron demasiado sin que nos diéramos cuenta. Dormíamos en la mesa, en las sillas, hasta que una extraña refulgencia que entraba por la teatina nos hizo despertar. Máximo recogió su violín que pendulaba sobre la barra y lo guardó en su estuche. Mirella abrió la reja metálica y nos fue despidiendo. El sol de la calle nos encandilaba. A lo lejos vi a Máximo subir al microbús con su instrumento a cuestas. Una profunda luz que venía del cielo lo acompañó hasta que su figura se fue difuminando.
7.- Epílogo
Lucy estudió durante años a los danzantes de tijeras y finalmente hizo una tesis de antropología, que fue convertida en libro, con el título de Los danzaq, pese a que sufrió tres aneurismas cerebrales que la pusieron al borde de la muerte. Mirella Stocich se fue a Salónica, de donde su familia era originaria y se casó con un griego. Al poco tiempo me enteré que había fallecido dejando huérfanos a dos pequeños niños
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